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El testigo

                                                   Pilar López Báez


Ahora que el abuelo estaba muerto, el único testigo debía morir.

Salí del funeral lo más rápido que pude dadas las circunstancias. No quería que nadie notase mis ganas de marcharme, pero lo cierto es que mis padres me creyeron tan afectada por la pérdida que me disculparon sin que yo tuviese que mediar palabra.

Esa misma noche mi hermano Jorge me llamó para confirmar que al día siguiente me recogería de camino a casa de los abuelos. Sabíamos que no nos daría tiempo a organizar todo pero al menos podríamos empezar por hacer algo de limpieza. Los planes continuaban como estaba previsto, Jorge estaría lo suficientemente distraído entre viejas fotografías y cartas el tiempo necesario para cumplir mi cometido.

No era aún mediodía cuando Jorge aparcaba en la puerta de la casa de los abuelos. Cuántos veranos habíamos pasado jugando en ese patio juntos, y algunos fines de semana en los que también se unía el resto de la familia. Casi me llegaba el olor de los bizcochos que nos preparaba la abuela para merendar. Nadie se podía imaginar cómo los echaba de menos, sobre todo a ella. Quizá si siguiese viva, yo no tendría que estar haciendo esto.

Reconozco que me comía la impaciencia, pero no podía dejar que Jorge lo notase así que me tiré un par de horas disimulando mientras abríamos cajones y armarios, haciéndonos una idea de qué querríamos conservar y cómo deshacernos del resto. Tras comer las sobras de lo que quedaba en la nevera, Jorge anunció que se iba a echar un rato en la cama, estaba agotado y se le veía bastante triste. Supongo que no era yo la única que estaba removiendo recuerdos con todo aquello, pero seguro que los míos eran mucho más oscuros. Se me daba así la oportunidad perfecta, sólo tendría que entrar en la habitación mientras él dormía y llevarlo a cabo lo más rápido posible.

Terminé de lavar los platos y al cerrar el grifo, me quedé escuchando unos segundos. Podía oír leves ronquidos provenientes del piso de arriba, así que me sequé las manos, cogí el cuchillo más grande que encontré y empecé a subir las escaleras con su respiración de fondo. En el pasillo estaban las cuatro puertas tras las que tantas veces nos habíamos escondido jugando: la habitación de los niños, la de las niñas, la de los abuelos y el baño. La habitación de los niños estaba entreabierta, esa era en la que siempre había dormido Jorge. Con pasos muy lentos pasé por delante y abrí la puerta del que había sido mi cuarto durante todos esos días de vacaciones.

Hacía años que no entraba allí. Lustros en realidad, quizás incluso un par de décadas. Todo seguía igual, la cama en la que había pasado tantas noches y la estantería de enfrente, con todos mis comics, juegos y, lo más importante... mi objetivo, mi víctima, mi testigo: el osito de peluche que me regalaron los abuelos cuando nací. Lo habían colocado allí una vez fui demasiado mayor para dormir abrazada a él y ahí se había quedado desde siempre, con su mirada fija en la cama.

Él me había visto crecer, quedarme dormida con los cuentos de mamá, gritar cuando Jorge se escondía debajo para asustarme, dar vueltas llorando cuando la abuela murió y, sobre todo, había visto al abuelo venir cada noche a mi cama cada año que siguió.
Agarré el oso y me di cuenta de que me temblaban las manos. Acerqué el cuchillo a sus orejas y empecé a cortarlas. Esos trozos de tela habían escuchado decenas de veces sus excusas sobre lo sólo que se sentía y lo mucho que yo le recordaba a ella. Cuando terminé, le corté los brazos con lo que nunca hizo nada para protegerme. Para entonces, la espuma interior ya empezaba a asomar pero eso no hizo sino aumentar mi ansia de venganza. Le corté las piernas que no usó para huir y le rajé la boca que no usó para pedir ayuda. Hice una pausa para relajar mi agitada respiración y comprobar que Jorge seguía profundamente dormido en la habitación de al lado, como siempre había estado.

Coloqué el cuchillo en la garganta del oso, mirándolo fijamente. Ni siquiera tenía nombre, y si lo tenía ya no me acordaba. Eso era lo que estaba pensando mientras separaba en dos piezas lo que quedaba del peluche, irónico querer dar identidad a lo que se está matando aunque nunca haya estado vivo. Por último, clavé el cuchillo en el estómago y con toda la rabia le saqué hasta el último trozo de relleno. El algodón flotaba ahora a mi alrededor, se aferraba a mi ropa y llenaba el suelo de una capa espesa como la sangre.

Me quedé con la cabeza en la mano y miré fijamente a esos ojos de plástico que sabían demasiado. Descoloridos por los años, pero aún brillantes como yo los recordaba. El silencio nos rodeaba ahora, algo en esos ojos me atrapaba, casi podía ver el alivio en ellos. Me di cuenta de que yo era la única que tendría que guardar secretos a partir de entonces y me invadió una ola de soledad que me paralizó de tal forma que ni cuenta me di cuanto se abrió la puerta a mis espaldas. Jorge me quitó tiernamente la cabeza del oso y se quedó mirándolo fijamente con un gesto indescifrable. Arrancó los ojos de un solo tirón y lanzó la cabeza con fuerza contra la pared. Antes de salir de la habitación, me miró mientras se guardaba los pequeños trozos de plástico en el bolsillo. Nunca me había fijado en lo brillantes que eran los ojos de Jorge.


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