La puerta del salón

Ni pienso ni busco, 

ni quiero volver. 

No quiero ni verte, 

ni hablar ni saber. 

Yo quiero irme lejos, 

tanto como pueda. 

Quiero que me veas desaparecer.

Desaparecer, Malú

Hace unos meses que empezamos a tener problemas en casa con la puerta del salón. El picaporte había dejado de moverse, así que por mucho que la cerrases bastaba un leve empujón para que se abriese de par en par.

Al principio no nos molestó demasiado a ninguno, de hecho nos acostumbramos rápido a la comodidad de abrirla fácilmente aun teniendo las manos ocupadas. Pero pronto las mascotas de la casa se dieron cuenta también de la ventaja: el perro entraba silenciosamente para tumbarse en la alfombra prohibida, el gato la abría para entrar y salir a su gusto... Esto creaba conflicto entre ellos y también entre nosotros porque a unos les molesta el perro, a otros el gato y otros se dedican a defenderlos.

A pesar de ello, pasaban los meses con una puerta inestable en el salón sin que nadie hiciese nada. El problema de verdad llegó cuando el perro empezó a colarse por las noches, dejando la puerta abierta y paso libre al gato para pasearse por las habitaciones de toda la familia maullando hasta que alguien acababa por levantarse y encerrarlo de nuevo. El máximo esfuerzo que hicimos fue atar el manillar de la puerta al perchero de la entrada con un cordón de la zapatilla de mi hermano.

Esta semana, mi madre ha ido a comprar un manillar nuevo. Ella solita lo desmontó y puso el nuevo. Cuando llegamos los demás a casa a la hora de comer la puerta del salón cerraba perfectamente. Me di cuenta cuando, llevando las manos ocupadas, me choqué contra ella en vez de ver cómo se abría ante mí como siempre.

Por lo visto, las puertas hay que cerrarlas del todo para que no entre frío, para que no se cuele el perro, para que no se escape el gato y para que no nos acomodemos a lo fácil. Si la puerta no se cierra sola, cambia el manillar.

Como siempre, mi madre me ha dado una nueva lección sin siquiera darse cuenta. Gracias.